miércoles, julio 13, 2011

~Segmento~

Hay muchísimo viento-caldo de verano: la casa rechina. La temperatura bajó considerablemente, casi quiero ponerme pantalones. Plata y negro. Plateado y negro. Metal y negro. Caliente, seco, abierto. Pulido, cosido, cilíndrico. Femenino, hippie, rudo. Hornalla, mesada, mesada. Blanca y negra. Me gusta cómo combinan la pava con el mate con el termo cuando los despliego en ese orden -la yerbera la guardo inmediatamente-. El combinado varonil de mi mate me hace ponerme en postura y fastidiarme de risa de mi feminidad acomplejada; me busco los músculos marcados en los brazos, me recuerdo hace cuánto no juego al fútbol. Me veo el pelo y me condeno: “Es tan simple como usarlo corto, nena”. Me trato un poco mal y me miro despreciador ¡Ah…! Pero qué feliz soy siendo ambos a la vez. Si yo soy él puedo elegir cuándo pararme. On. Off. Yo elegí hacerme el mate, yo no recordaba que siempre que hago mate en esa mesada para mí sola. También me aburro de la imagen cuando salto de la mesada al lugar de la luz atemporal -en el transcurso me aparece el cartel de siempre de “Cuidado al amortiguar”-. Sí, claro que acabo de ver la Luna, una Luna preciosa, el primer cielo despejado en semanas, como si el techo de la casa hubiera subido varios metros; como si hubieran arreglado el caño pinchado de la cocina: sólo queda esperar que se seque un poco la ciudad, y en el mejor de los casos, volver a escuchar a los pájaros cantar. Mis ojos despiertos hace poco toman su forma felina porque mi sonrisa las apuntala desde su posición. Se me entornan los párpados, voy a tener que cambiar la luz: con esta mirada, esta luz es demasiado humana. Se ha transformado en rutina constante el conservar unos minutos la cara sin lavar. También se ha vuelto costumbre observar mis observaciones, contemplar las tanzas que aúnan mi soledad y la convierten en un bello paisaje. Lo de no lavarme la cara es para experimentar un rato cada una de ambas sensaciones. Parece ser que mi necesidad de hablar sucede si ya me lavé la cara y ahora la siento como si no hubiese despertado en todo el día. Estoy mucho tiempo a solas en mi habitación y el agua que me higieniza parece ser la primera en ateverse a inmiscuirse. Me gusta no hablar. Nunca me siento en este lugar de la habitación a escribir, este único y personal sucucho. Estoy en el borde de mi cama con las piernas cruzadas con mi vestido más corto y fresco y una mano que sostiene al mentón de coté desde su centro en el codo apoyado en mi carne de la parte superior de la pierna. Hace de mesa la almohada más dura de las tres que tiene mi cama y que solo se explican con el colchón para invitados, parado en mi pared en posición vertical delineando torcidamente el borde de la cama. A su izquierda la almohada floja y destruída (con la que duermo). Puedo ver todavía la luz fría proveniente del escritorio, la cual es amortiguada en el sonido del piano proveniente del mismo lado. La tercer almohada acaricia la madera que acaricia la luz y absorbe jazz y abraza la almohada que dejo caer cada noche. Mucho mejor. Ahora podría ser cualquier hora, con esta luz la hora no existe a excepción del recuerdo de que dormí hasta hace poco ¿Cuándo me habré dormido, qué momento del día será? No lo sé. Estoy descansada y eso es lo que importa. De vuelta al mundo del no-tiempo recuerdo los túneles por los que ya sé pasar hasta con los ojos cerrados para ir de un mundo al otro sin el menor rasguño, el límite mejor marcado, tal vez el único claro. Desarmo lo que ya recuerdo que soy, descreo de mis propias convicciones, critico mis propias conjeturas, ataco lo que asumo bello. Acá donde no hay ni tiempo ni miradas de otros, acá donde no importa cómo miro, acá donde mis armas pueden ser contempladas y probadas en mí. Le agregué velcro a mi piel de bestia para que rejunte los pedazos de ser que los demás me regalan, mientras no saben que les observo mucho más.

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