El patrón es que tiene que haber algo desordenado ahí. Uno se esmera, le pone ímpetu. Tomo aliento un sábado de esos sábados en los que no salgo por la noche -quizás confunda la noche con el día- anterior y me levanto extrañamente a las 11.23 a.m. Es un momento del día que no comprendo del todo. Sábado. 11.23 a.m., despierta, con los pantalones rojos de joggin que me quedaron de viejas experiencias campamentistas-hippies, la remera más grande de todo el placard y las medias sucias de ayer. El pelo decididamente no importa. Me estoy disponiendo a ordenar –y a jugar con verbos mientras tanto, pasatiempos que uno lleva consigo por si acaso-, a ordenar mi habitación. Parece ser el momento indicado, muy temprano para comunicarse con el mundo, muy temprano para comunicarme conmigo. Como si por la mañana no pudiese conversar conmigo y ese fuera el motivo de mi verborragia matinal. Un espacio-tiempo del que no sé disponer; no como las tardes que tienen un cierto espectro de actividades como leer, o plaza y mate, o bicicleta, o un buen cuelgue en la pc; de vez en cuando una tarde peculiar. O como las noches que a veces incluyen una visita por el barrio, tal vez un buen libro, a lo mejor una meditación. La mugre y yo en un matinal sábado.
El cuarto se ve bien, pero no estoy satisfecha con eso. No experimento satisfacción alguna. Sé que muy pronto esos dos estantes que dejé vacíos y que desearía que así quedasen para poder apoyar cosas en la vida cotidiana. Pero claro, ni vos te lo creés; eso me va a durar medio día, sólo fue una estabilización necesaria del cuarto porque se me ocurrió levantarme temprano, no porque el cuarto lo pidiera, el cuarto es lo que es.
Igual mirar el quilombo que es el estante que ordené esta mañana es solamente una excusa, un escudo matinal, o adormecido quizás, para evitar recordar lo que venía pensando en el colectivo –que es como otro momento del día que se da de a cachitos interfiriendo en el mañana, en la tarde, en la noche-.
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