En verano parece ser más notoria la situación conflictiva que desprenden los autos al cargarse con personas porque claro, cuando esas personas abandonan sus cuerpos para transformarse en conductores no es su tamaño y forma lo único que se altera. No conozco un solo conductor que no putee cuando está al volante. No conozco un solo conductor que no necesite comentar lo mal que conduce cualquier-otro-ser-autífero.
A mí me gusta mirar hacia afuera y despreocuparme del conductor, no compenetrarme con esa misión que no me toca, disfrutar el paseo y distraerme pensando en cómo puede ser... está ahí, juro que lo acabo de ver, la próxima vez que pase por acá voy a tener que corroborar esta información, pero parece ser que hay un árbol saliendo de una ventana en Scalabrini Ortiz al 3300, mano derecha yendo de Córdoba hacia Santa Fe. Me resulta gracioso que cuando voy en esa dirección, tenga que "subir de altura" para ir a Santa Fe cuando simplemente es evidente que Santa Fe debería estar antes que Córdoba para estos porteños-auto-malhumorados (y para todos los otros porteños también).
¿Será nuestra forma humana lo que no nos permite matarnos entre nosotros? Cuando están en formas-auto simplemente no pueden quererse o respetarse o tratarse como si fueran de una manada de una misma especie, todos congeniando. Al conducir se transforman esos humanitos ni más ni menos que en individuos recubiertos de metal y energía ajena, encapsulados en espacio y sonido, generando sus propios ruidos estomacales con la impunidad de la inexpresión facial, con la frialdad de las reglas y las señales coloridas a las cuales se les presta más atención que a los otros seres-auto. Encapsulados y protegidos por una coraza desde la cual parece que los conductores se sienten omnipotentes, parece ser como si tuvieran el motivo perfecto para volverse agresivos, o más agresivos que cuando retoman su forma-humana.
Eso es obserbable mayormente en verano, cuando el tráfico suele ir pacífico hasta que cualquier nimiedad se interpone, como una barrera cuyas astas no son provocadas por la furia del toro mecánico portante y por lo tanto se mantienen mirando al rebaño atascándose frente a ellas, a causa de ellas. Los piojos de las ovejas más grandes, mejor conocidos como la gente en los colectivos, lentamente despierta de su trance del movimiento arrullador de saber que sin hacer nada se está avanzando; lentamente mueven sus cabezas, alguno saca la cabeza por la ventana, otro mira la hora, otro putea por lo bajo y la señora de canas no cubiertas le dice a la señora con el bebé que lo corra del Sol, porque como está la ciudad estos días, seguro se da un sofocón. Tiempos eran los de antes, estos salvajes... -refunfuña a suficiente volumen para que todo el colectivo escuche lo importante de lo que dice y lo excelente persona, centrada e inteligente y maravillosa que ella es-. Los taxistas comienzan a sudar, abren las ventanas y prenden cigarrillos, cuando no cuentan y/u ordenan su billetes o engullen algo que les dará mal aliento y probablemente alto colesterol a sus ya flácidos cuerpos y sus ya encorvadas o prontas a encontrvase espaldas y sus ya hartos de nicotina dedos que también se hartan de pasar por el dial a través del cual buscan calma y encuentran todos los otros embotellamientos de la ciudad contados por un ser que se encuentra bajo aire acondicionado comiendo la comida promocional del día y a quien no se le está friendo la capa-chapa exterior por el Sol sofocante. Los ciclistas y motociclistas aprovechan el caos y se escabullen entre los pequeños espacios -cada vez más pequeños, porque es regla del automovilista avanzar aunque no se pueda, aunque sea uno 10 cm. de donde estaba antes-. Los peatones observan y ruegan porque se terminen los molestísimos bocinazos que ya empiezan a surgir y que perturbaron sus charlas consigo mismos o que hicieron llorar al niño y entrar en pánico a la vieja o esos tres que escuchan los comentarios que se hacen un taxista con un peatón. El Sol decide ponerse justo sobre nuestras cabezas. Unos minutos detenidos parecen ser más largos que kilómetros a velocidad constante.
Lo que permite olvidar el tiempo es el movimiento.
Siempre que voy en micro hacia algún lugar a mediana o larga distancia, por defecto, duermo todo el viaje, pero necesariamente me despierto cuando el micro frena ya sea por un peaje , un semáforo o baja la velocidad en un pueblo. La quietud captura por completo mi atención y todo parece ser más incómodo que segundos atrás: El aire no parece enfriar suficiente, la posición parece que va a dar tortícolis, el vecino parece invasivo y molesto porque, al igual que yo, se mueve desconcertado, la botella de agua se me cayó al piso por la interrupción y se me cayó también la toalla que había encontrado su posición radiante y complaciente luego de muchas pruebas. La quiertud no me deja pensar en otra cosa que en ella misma, como si estuviera mal y yo tuviese como misión evitarla a toda costa; como si me imperara resolverlo antes de continuar con mi tiempo, con mi dispoción del tiempo, mi velocidad del tiempo, como si avanzar me recordara tranquilizadoramente que el tiempo pasa, o me permitiera olvidar su paso por completo. Antes de disponer de mi liberación de pensamiento y disponerla librada a mi no-voluntad, tengo que moverme. Parece que el tráfico avanza.