jueves, agosto 29, 2013

Sobre cómo salir a horario: historia verídica

La izquierda… No, no, ¡la otra izquierda!
La atención y el tiempo: tipos jodidos cuando la acción apremia. Y encima ese asunto del complot conspirativo de los diestros para no tener en cuenta la zurdes de aquellos que no fuimos reprimidos por los sistemas formales de adiestramiento es de una crueldad inaceptable. No fueron incluidas las instrucciones para zurdos y desorientados entre los Derechos Universales del Hombre. Y ni hablar del asunto de que los derechos son del hombre, ¿y los de la mujer? ¿Por qué tenemos que tener derechos por separado? ¿Acaso no podemos ser gentilesmujeres, o inteligentes y asertivas a la hora de arreglar los objetos que se desentonan? El lenguaje trae consigo las fallas del desarrollo de la Historia. ¡Atención, me corre el tiempo! ¡Tiempo, tengo que prestar atención! ¡Diestros, denme una mano… ¡no…! la otra mano!
A las 19.15 de un día, por suerte, no muy frío de invierno me encontré con la encrucijada del desastre enmarañado de mi pelo. Lo tuve así desde la mañana, pero ahora reparo en él.
La atención se aburre pensando que esto se va a tratar de nenas y sus pelos. Quizás el tiempo nos sorprenda…
A las 20.00 tengo que salir, sin mucho margen de error.
Son las 19.18 cuando me saco mis fundamentales-para-ver anteojos y me dispongo a lavarme la cabeza para poder peinarme. Desparramo mi maraña en la bacha y abro con un buen giro la canilla del agua caliente —sé que es la caliente porque se abre con la mano con la que escribo—; lo hice tan automáticamente que no sé ni para qué lado se abre: automatism beats attention. Estoy al tanto de que en algún momento va a ser demasiado caliente, pero para eso falta… mucho más de lo que yo estimo: Una vez entibiado el invierno tuve que bajar la calefacción y, al hacerlo, no reparé en que se había apagado toda la caldera, y no solo la estufa.
Mi caldera comanda estufa y agua caliente, desde un aparato sito en mi cocina. Esta dispone de una canillita ubicada inconvenientemente abajo al fondo por detrás de los cañitos, espacio accesible pero incómodo, y está amurada a unos veinticinco centímetros de altura, contando desde la mesada de granito. Al evaluar la situación —la caldera—, observo que el problema es que el nivel de agua del tanquecito de la caldera es marcado por el medidor como insuficiente. Esa canillita abre y cierra el paso de agua para complacer al medidor y para que este me diga que ya puedo prender la caldera otra vez. Intelligence beats machines, at least by now.
Mi yo del presente no le agradece a mi yo del pasado no haberse tomado el trabajo de encontrar un lugar donde poner el microondas, que no sea debajo de la caldera, sobre la mesada de granito.
Ahora la atención quizás interprete que esto se trata de mapas y cuestiones lógicas absolutamente irritantes y complejas de imaginar, como es el tratar de recrear un espacio mediante palabras y no mediante imágenes… Ahora, el tiempo de la continuación de la lectura demostrará que todo esto se trata de aprender a reírse de uno mismo.
Entonces el reloj marca las 19.25. Enteros seis minutos de disquisiciones han transcurrido hasta que tomo cartas en el asunto y procedo a mover el microondas, para poder girar la canillita, ingresar agua a la caldera, contentar al medidor, cerrar la canillita, redesordenar el microondas y listo el pollo: unos minutos y me voy a poder lavar la cabeza y salir a tiempo. Una papa. I’m so clever.
Comienzo por el pesado microondas: lo agarro con las dos manos y lo muevo noventa grados hacia la… izquierda… Sí, izquierda, oficialmente; sellado y rubricado.
Cocina 1, yo 0. Creí que podría sortear el desequilibrio que implicaría el cambio de ángulo de las cosas que reposaban… Sí, digo bien: reposaban, porque ahora están en el piso el frasco de yerba, el papel absorbente, un cuadernito y dos lapiceras; pero el microondas llegó a destino.
Son las 19.31 y si alguien me viera desde arriba podría observarme retorcida, en una de las posiciones más incómodas, ahí, entre la mesada y el espacio que liberó el microondas: esos pocos veinticinco centímetros entre la mesada y la caldera. La turba iracunda de objetos descuidados en el piso me observa y comenta por lo bajo.
Arriba, abajo… Todo depende de dónde uno esté, ubicaciones espaciales relativas al observador y la requete-pan-con-queso que ando con el tiempo justo y a quién en el mundo podría importarle este asunto cuando uno simplemente quiere terminar de lavarse la cabeza para poder salir o qué bien hubiera estado no tratar de lavarme la cabeza antes de salir.
La canillita es tímida e introvertida, pero yo logro alcanzarla con la mano y empiezo a girar. Es una canillita vueltera esta canillita. Giro y giro con ella, y me doy cuenta de que no puse la caldera en off y… ¡Oh, no! ¡El instructivo decía que nunca girara la canillita sin poner la caldera en off! Entonces saco la mano, reordeno las vértebras y giro la perilla hasta alcanzar el off, que está en el frente de la caldera… Pero el paso de agua quedó abierto y el tanquecito de agua se estuvo cargando vértebra a vértebra mientras fallaba en mis habilidades de handywoman.
La caldera me lo informa perdiendo agua a chorros por el costado.
“¡¿Qué hago?, ¿qué hago?, ¿qué hago?!”, me escuché diciendo.
Son las 19.39 y confieso que hablo sola.
—¡Ya sé! —seguro el lector tuvo la misma idea— Voy a cerrar la llave de paso de la casa. Acto seguido giro las dos manijas que tengo a disposición: ambas de gas. Dada la aguacera, desenchufo la caldera: uno menos con quien lidiar.
Inmediatamente retomo mi posición de parabólica humana y tomo con la mano la canilla. —¿Para qué lado?, ¿para qué lado, para qué lado?, me detecto diciendo.
Distracción y zurdes; el agua cayendo y yo retorcida, desconcertada y el tiempo tirano y el garrón de pensar el lado: todo un combo para detonar la risa.
Son las 19.43 y confieso que me cuesta el asunto de derecha e izquierda, abrir y cerrar pero, por sobre todo, tire y empuje.
Entonces giro con decisión y voy a fondo dando unas quince vueltas a la canillita y no solo eso, también tengo la inteligentísima idea de mirar en dirección al pobre papel absorbente en rollo casi nuevo: la tragedia de su inundación me distrae —más— por unos momentos de la acción.
Son las 19.45 y mi ropa está empapada. Estoy girando la canilla para el otro lado el que, espero, sea el correcto. Ya ni siquiera puedo identificar si voy con el reloj o en contra de él.
Son las 19.47 y el flujo de agua se detuvo: Victoria. Todavía el papel absorbente no flota: hay esperanzas.
Son las 19.59 y estoy saliendo de mi casa empapada, habiendo dejado dos toallones a disposición de los restos de agua que sigue fluyendo a cuentagotas, los cuales voy a tener que lavar mañana. Mi pelo es un desastre peor que el anterior… Eso me pasa por hacerme la coqueta.
Son las 20.00 y estoy saliendo de mi casa; puntualísima, como siempre.

Tirar o empujar. Izquierda o derecha. La caliente o la fría. Preguntas sin respuestas para este pelo desordenado, para esta mente distraída, para esta ubicación relativa, para esta humanidad desorientada. Cortemos con la exclusión: Yo lo hago, pero consíganme una tijera para zurdos.

jueves, agosto 22, 2013

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Hoy me acobardan las ideas de quedarme dormida bailando,
de que mis huesos se apilen en la escultura al cansancio, 
de condenar a mis colores a la escala de grises.
Hoy me marean las hamacas, 
y me asustan las guerras de adentro de los demás.
Hoy quiero silencio a gritos
y un mate calentito.

viernes, agosto 09, 2013

Desamparo


You better run all day 

And run all night 
And keep your dirty feelings 
Deep inside
Run like hell - The Wall - Pink Floyd



Yo me cubría con mi acolchado rosa. Las cañas de azúcar eran armas. Las armas eran tomadas por los jóvenes de la tribu. La defensa era implacable representada por quienes más me conocieron, por mis coetáneos que esperaban todo de mí; nada de mí. Yo solo podía ocultarme, aun habiendo sido entrenada por eternidades para esta campaña. Era niña y quería esconderlos a todos debajo de mi acolchado rosa, quería protegerlos a todos mientras la batalla se desataba entre los nadies que combatían la guerra que nunca entendí. El baño no era refugio suficiente y yo era incapaz de detener las voluntades o de amedrentar a las voluntades o de, por lo menos, lograr que las voluntades me ignoraran de verdad. La soledad bajo el manto rosa era la del cobarde. La del amedrentado. La del débil. La de quien entiende que esa batalla, no es su batalla. Is there any paranoid in here? You better run like hell!

Pero luego fui viejo que conocía el camino. Y llevé a la niña escondida conmigo a través de la guerra, por el borde de la guerra, beyond the war, por el camino de los pastizales, ahí, del otro lado de la tranquera; los gritos inslutantes me perseguirían todo el camino, pero eso dolería menos que quedarme, y lo sabía. Y no pude evitar que la niña oyera el ruido de los huesos rotos ni de los cuellos colgados que resonarían en su mente por el resto de sus producciones artísticas y de sus búsquedas de amor. Una espada le cortaba injustamente el pelo a la nena que yo debía proteger. Mi fuerza se debilitaba. Solo podía tomar el camino de los pastizales hacia lo desconocido. Solo podía salir de ese quincho enorme que era un mundo de autoridades que solo franqueaban leyes por inoperancia, un mundo de pasiones que resquebrajaban mi mundo en cuyo exterior solo había guerra y en cuyo interior estaba yo escondido cuando era niña bajo un manto rosa. El velorio acontecería alrededor del universo y yo ya no podría sentir nada. Caminamos lento de la mano, la nena viejo, el niño roto, los huesos rotos, el corazón roto, para nunca más volver.